Desde hace casi 20 años tomas tres cafés diarios. Bueno vale… cuaaaaatro. No lo haces para estar más despierto o para animarte, ya que el café, no te quita el sueño. A no ser que estés de viaje, claro. Entonces sí, porque conseguirlo se convierte en una obsesión. Un reto. Una aventura.

Mucha gente te pregunta si viajando has vivido algún momento complicado, y la verdad es que te da un poco de vergüenza decir en voz alta que lo más difícil, es conseguir café. A pesar de que hay maravillosas excepciones como las de Vietnam o Indonesia, en algunos países es imposible encontrar esas semillas que, luego de tostadas, molidas y “pasadas por agua”, se convierten en unos minutos de estimulante placer para ti (aunque sea para salir del paso y quitarte el mono). Solo hay té, té y más té. Ojo, te gustaría que te gustase el té, pero no es el caso.

En otros países, o es terriblemente malo, o no encuentras la forma de que te lo pongan como a ti te gusta. Lo intentas, pero siempre sientes que caminas sobre la fina línea del lo mal que te explicas y lo poco que quieren entenderte. Incluso les haces una simulación con las manos de las cantidades de café y leche exactas que quieres… pero ni por esas.

Y es ahí, cuando comienza la fase de acaparamiento que consiste en un alarde de prevención ante el infortunio y la adversidad. Compras compulsivamente bolsas de… “ejém”… café 3 en 1 cada vez que las ves (por el componente de leche en polvo que llevan), algún bote de café instantáneo (para incrementar “el sabor”) y empiezas a requisar bolsitas de azucar por los bares (por si acaso). Al final, la mochila va llena de sobrecitos que tampoco sirven de mucho ya que no siempre tienes agua caliente a mano. Y cuando por fin tienes todos los elementos en tu poder, el resultado es, cómo definirlo… decepcionante (una vez más y con conocimiento de causa).

Definitivamente, ese es el precio más alto que pagas “por viajar más de la cuenta” y no estar en tus dominios: con tu taza, tu bolsa de café recién molida, tu leche de soja y tu panela. Todo esto puede sonar algo frívolo o a postureo rancio, pero es “la dura realidad”.

Y en estas que Colombia se interpone en tu camino. Por fin vas a ir a visitar el país donde, a sus puertas, se truncó tu vuelta al mundo. El país al que le dedicaste una #tontunaviajera sin haber estado…

Vas a ir al país que es primer productor mundial de café. Repite conmigo: pri-mer-pro-duc-tor-mun-dial-de-ca-fé. Cuna “del famoso Juan Valdez” que, con su mula Conchita, son imagen del café 100% colombiano. Es más… vas a plantarte en pleno Eje Cafetero. En el epicentro del placer. Sin duda, estamos hablando del paraíso. Ahí es nada.

Los primeros días, le pegas muy duro a la búsqueda del oscuro líquido. Te pides un café cada dos por tres manzanas y cada tres por cuatro casas. “Póngame un tinto, por favor”. Te lo bebes con emoción aunque para ser sinceros, no acaba de gustarte del todo.

A continuación, te haces la típica ruta entre cafetales con maestro caficultor incluido que te cuenta cómo se siembra, recolecta, lava, seca, tuesta y sirve un buen café. Te enseña varios tipos de granos y de paso, te enteras de varias cosas que van a suponer un punto de inflexión en tu vida:

1- el café que sueles comprar y tomar en casa, es el que ellos llaman de tercera calidad. Donde cae cualquier tipo de grano, incluídos los malos.

2- El buen café se toma solo y sin azúcar. Todo lo que se le echa es para tapar todos esos defectos y una fuerte acidez o amargor.

3- El café que sirven en la calle y en la mayoría de cafeterías de Colombia, tampoco es bueno. El bueno (de primera calidad) se exporta. Y no, no se toma en un Starbucks.

En fin, que has estado engañado durante años. Viviendo en el Matrix del café. Sumergido en lo más bajo de un café paralelo al “de verdad”. ¿Y ahora qué? Te preguntas. La primera reacción es la negación de la evidencia. No puedes haber estado tan equivocado tanto tiempo. Lo segundo que haces, es mirar alrededor y justo cuando te dispones a maldecir tu histórica ceguera, ves todo lo que te rodea. Por fin.

Te dejas llevar por estimulantes colores, tejados y plazas. Por valles, montañas y palmas. Por los sonidos. Por las frases a destiempo. Te entregas con frenesí a la bandeja paisa, a la trucha y al ajiaco. Cambias “el tinto” por la cerveza y te empiezas a dar cuenta de que te vas a llevar más cosas de las que viniste a buscar.

De Armenia a Buenavista y de allí a Salento. De Filandia a Marsella y luego a Santa Rosa de Cabal. Pasando por aquí y por allá. Entre miradores, cascadas y caminos. Disfrutando de un buen manojo de gente que te recibe y te saluda con buena cara y mejores palabras que hacen que “te sientas mal” (una vez más) por haber tenido cierto miedo a venir a este país.

En ese momento piensas que seguro que cuando dicen que “el riesgo de Colombia es que te quieras quedar”, lo deben decir por esta zona. Así que “para celebrar que has abierto los ojos” y con la sensación de que a pesar de que te vas a dejar muchos pueblos por ver, estás disfrutando intensamente de todo el sabor de este país, te pides “un café de Colombia, en Colombia” (esté como esté).

5 Comentarios

  1. Hola RUBEN! Tuviste una gran visita por el eje cafetero, es cierto que Café puede cambiar dependiendo de donde lo compres o si lo que prefieres es un “tinto” que es lo mas común en el país, puede que no sea de tu gusto. Para aprender sobre la cultura cafetera en el eje cafetero, debes dirigirte al Parque del Café donde te mostrarán como fueron los inicios del café en Colombia y toda su tradición, también, el Parque tiene atracciones mecánicas las cuales vas a poder disfrutar.

  2. ¡El café colombiano realmente es delicioso! Cuando tuve la oportunidad de viajar al eje cafetero me llevé una gran sorpresa porque es cierto que no hay nada que temer, al contrario, la gente es muy amable y los paisajes muy lindos. Dicen que Manizales es la capital del café y lo pude comprobar.

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