En nuestro paso por nuestro querido Paraguay estuvimos unos días conviviendo con las Hermanas del convento de San José de Cluny. “Aquí podéis descansar y recargar pilas lo que necesitéis viajeros” nos dijeron.
Compartíamos juntos las horas de las comidas y ratos con los niños en el patio porque ellas no paraban de trabajar. Eran como una especie de engranaje perfecto de un reloj suizo. Nos recordaban a la producción de un rodaje. Todo el mundo tenía una función. Eran expertas optimizadoras de recursos. Hacían compost y cuidaban su propia huerta: “aquí nada se tira. Todo sirve. La basura no existe”. Les dijimos que organizaran programas de coaching para compartir su saber hacer con grandes empresarios. Se lo tomaron a piropo y se partieron de risa con carcajadas frescas.
Cada una era de un lugar del mundo. Nos contaron sus historias personales. Cómo habían terminado allí, qué las había motivado para elegir ese tipo de vida. No todas habían sido apoyadas por sus familias en sus elecciones vitales. Conocían bien las duras condiciones de vida en el Chaco y sus mosquitos. Hablaban de partos naturales, de la belleza no estética, de sus contactos con los pobladores aborígenes, de sentarnos en la tierra porque somos de la Tierra.
Curioso que para dos personas no religiosas como nosotros, todavía hoy, vuelven a nuestra cabeza muchas de las conversaciones que tuvimos sobre la vida. Ellas le llamaban “providencia” y nosotros entonces, Universo. Ellas le llamaban “escuchar la llamada” y nosotros perseguir nuestros sueños. Ellas lo llamaban “peregrinación”. Nosotros, viaje.
– ¿Qué buscáis viajeros?
– Buscar… no buscamos nada.
– Buscáis la Tierra sin Mal. La buscáis fuera. La encontrareis dentro, como San Agustín.
Después de unos días, seguimos nuestro camino cargados de bendiciones, estampillas, rosarios y en busca de la Tierra sin Mal, como ellas bien sabían.