Sí, me la has jugado… Y en cada esquina de tus pueblos y calles, tus gentes han hecho lo mismo. Una y otra vez.

Yo que venía a darte una segunda oportunidad para machacar el recuerdo de un viaje mal enfocado de hace 15 años en el que no estuve a la altura y resulta que tampoco estaba preparada para esto que estoy viviendo.

Llegué, bajé las defensas, me entregué al viaje como siempre hago y me dejé “engatusar” a ver qué pasaba esta vez. Lo que los primeros días me parecieron simples muestras de amabilidad y buen trato a los extranjeros, se fueron tornando en nudos en la garganta.

De esos que cuanto más tiras, más aprietan.

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Viendo cómo en la retorcida esquina de cualquier medina no tienes que preguntar si puedes jugar… porque juegas. Acostumbrándome a que después de comer no te tienes que levantar de la mesa hasta que te apetezca (seas extranjero o local). Recuperando aquella extraña costumbre de mirar a los ojos.

Fijándome en el respeto con el que se trata y se mira a quien no tiene, en el valor y la importancia que se le da a la comida, en las miradas de ternura a la infancia, en las plazas sin señales de “prohibido jugar a la pelota” o en el significado de lo que para ellos ni siquiera es compartir u hospitalidad, sino una forma de tratar a otros seres humanos.

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Una tarde en Essaouira, todos esos nudos que llevaba acumulados en la garganta reventaron y lloré. Lloré de alegría por haber venido y de tristeza porque me sobrecojan las muestras de humanidad que ya cada vez menos existen al otro lado del Mediterráneo. Lloré al pensar en el precio que tenemos que pagar para ser menos africanos y más europeos. Con casas mejores que apenas reciben visitas. Con relojes más caros pero con menos tiempo. Con más actividades culturales y menos habilidades humanas. Con más agendas repletas de excusas.

No sé si voy a poder volver a mi mundo. Marruecos, me la has jugado.

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