Llegas a Madurai tras un laaaaaaaaaargo tren de 18 horas sin saber muy bien qué hora es, si tienes hambre, sueño o ganas de llorar. La noche se ha hecho fuerte hace rato. Todo está cerrado y no se ve un alma por el lugar. Ni siquiera los típicos tuktukeros te esperan nerviosos en la puerta de la estación. Cruzas la calle y por falta de ganas de aventura más un cierto cansancio, te metes en el primer lugar con “rooms available” que se te planta delante para poder pasar lo poco que queda de noche. Al entrar, despiertas a los tres chavales que duermen en el suelo y se encargan de gestionar el lugar y a todos los mosquitos que les rodean. “Sí, chicos… alegría para todos… ¡llega el buffet libre de comida española!”.

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Te da igual ser “la comidilla” de unos y otros. Quieres tu habitación, una ducha (fría o caliente, da igual) y un colchón uniforme. “Dentro de un rato… será otro día”, piensas. Y así es. Aunque no eres muy partidario de llegar de noche a los sitios porque es en esos momentos cuando te pueden colar más de un timo “de última hora”, tienes que reconocer que tiene su encanto: despertarte al día siguiente en no sabes muy bien dónde como si te hubieras teletransportado.

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Del inquietante silencio y los humanos temores que la noche esconde, pasas al caos, las bocinas y el colorido que India te regala cuando le da la luz de frente. Como has venido a hacer couchsurfing a casa de Vijay y no era plan de despertarle a las 3 de la mañana, es nada más levantarte cuando te pones en contacto con él y pactáis un lugar de encuentro neutral: “en una hora en el museo de Ghandi”.

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Un lugar algo alejado del centro, pero que de paso podrás tachar de la lista. Vijay llega en coche, se baja de su coche con un niño de unas dos primaveras bajo el brazo y te lleva a la casa de una especie de sabio chamán indio de unos 115 años y 30 centímetros de barba donde vive felizmente con sus 62 mosquitos. Mosquitos que te reciben emocionados cual perro juguetón regalándote generosamente agradables y reconfortantes picaduras en lugar de refrescantes babas. Después de no poder decir “no” y beberte algo parecido a un agua de coco que el señor tenía en unos vasos de dudosa procedencia y menor limpieza, piensas que o te mueres de esta, o ya estás inmunizado para el resto de tu vida.

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El show de bienvenida no acaba ahí, y el bueno de Vijay te lleva a una especie de charla que un gurú en medicina tradicional le está dando a sus sexagenarios e interesados alumnos. Como es en hindi, solo te queda alucinar y pensar en qué estás haciendo tú allí exactamente. Vijay te lleva a su segunda casa que ahora es la tuya. Una enorme casa terrera a unos 15 kilómetros de todo y en pleno centro de nada. Vacía por dentro (donde había muebles, ahora solo hay mosquitos y arañas) y llena de ningún lugar de interés por fuera. Tu suerte no puede ir a mejor. Estás donde querías estar. En un lugar auténticamente indio. Donde vive la gente “de verdad”. Donde… bla, bla, bla.

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Inciso: seamos sinceros, el couchsurfing tiene cosas maravillosas. Momentos mágicos. Llena tu viaje de ingredientes imposibles de encontrar en la recepción de un hotel de tres estrellas pero… a veces, te crean un pequeño desconfort interno que te hace replantearte cosas. Te quedan por delante los últimos tres días en India y, a decir verdad, no te los quieres pasar absolutamente aislado de… lo que sea que haya en Madurai. Por un lado, te sientes mal porque tu lado mas egoísta se quiere ir de allí buscando las últimas horas de ruido y caos. Por otro lado, quieres quedarte por lo del espíritu viajero y el karma couchsurfero. Pasas el resto de tarde y la noche mirando a las vacías paredes y te duermes enredado en tu querido saco sábana pensando nuevamente que… “mañana será otro día”.

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Si esto fuese una película o una serie de televisión, le reclamarías al guionista un giro radical en los acontecimientos. Una razón. Una explicación. Una señal… Y, como a veces lo que pides se cumple, “la magia llega”. Vijay, aparece a las siete de la mañana para despertarte dando golpes en la puerta. “Esto no puede estar pasando”, piensas. Entra, se te sienta en “la tabla-cama” y se pone a hablar intensamente con tu camiseta-pijama, tus legañas y lo poco despierto que hay en ti. Mientras tú le das las gracias por la hospitalidad y le dices que justo en unas horas te tienes que mudar al centro para “hacer un trabajo que te ha salido”, él te dice que hay que levantarse para ir a tomar una sopa de césped a casa de la vecina… Justo lo que más querías en este preciso instante. Y allá que te vas tú y tu mosca detrás de la oreja.

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Una vez en casa de la vecina con la sopa en la mano, “la vecina” enfrente, su hijo a un lado, Vijay a otro y un sopiadicto moviéndose alrededor, empiezas a sentirte mal según tomas más y más sopa. Muy mal. Realmente mal. Y es que… todos están encantados de tenerte allí. Tienen curiosidad por saber qué te parece su país. Su comida. Ganas de que les cuentes de dónde vienes… a dónde vas. Qué has visto. Y entre unas cosas y otras, y mientras Vijay se va a trabajar, sus vecinos te invitan a desayunar. Cocinan para ti y mientras miran atentamente cómo dejas los platos vacíos de rica y auténtica comida casera india que no pica, también te piden que te quedes a comer. Abrumado y agradecido dices que no puedes mientras les regalas una pulsera que ha dado la vuelta al mundo contigo. A lo que ellos responden regalándote un shari, un dhoti y 20 rupias. Os hacéis unas fotos juntos, y te vas con un mal cuerpo y una nueva cura de humildad encima que no veas.

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Está claro que para que se den momentos mágicos, a veces hay que atreverse a probar algún plato de dudoso gusto. Y sobre todo, te sientes mal por darte cuenta de que no tienes que esperar siempre que todo lo que te ocurra sea perfecto y que, para ello, la gente te tenga que dar algo a ti siempre. Pensabas que no era así y que das mucho en viaje pero, está claro que no estás siempre a la altura. Con todos estos pensamientos y alguno más, te vas al centro de la ciudad. En busca de tu hedonismo viajero y tu comodidad. Tú. Para ti. Contigo. Queriendo, muy respetablemente también, ver un poco de Madurai antes de volver a Sri Lanka.

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A decir verdad, alucinas con las calles de Madurai. Con sus esquinas y recovecos. Con el Meenakshi Amman Temple, con el Thirumalai Nayakkar Mahal, con el Thirupparamkunram Murugan Temple, con el mercado, con los zumos de frutas… Sí, esto es lo que querías. “Lo que esperabas”. Y sí, salen buenas fotos. Todo bien, pero… ¿qué hay de lo que no esperabas?

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Una mezcla de extrañas e inesperadas sensaciones ha crecido en tu interior durante “tus últimos días en India”. India, ese país que nunca te deja indiferente y que te pone en tu sitio una y otra vez. Que te dice las cosas a la cara, que te hace conocerte un poco más y que hasta el último día, te da lecciones. Te odio, India. Te amo, India. Mientras te tomas el último chai, con la mirada ausente, te dices muy seriamente: “apúntate todo esto para la próxima, porque seguro que volverás a encontrarte con un guión que al principio, no te guste mucho”.

5 Comentarios

  1. Puede ser al principio, a veces en medio o incluso al final. Pero de eso que no te gusta, siempre se saca algo bueno. Aunque escuchar los portazos y que te levanten a las 7 de la mañana no tiene perdón! Jaja. Buen post Ruben

  2. qué bueno amigo, no comento, solo dejo constancia. Llevaba tiempo sin leerte y no sé por qué.
    Abrazo

    • Charly, a mí, con que coincidamos de vez en cuando en el mismo espacio tiempo (y a ser posible cerveza en mano)… ya me vale. Se te quiere… y lo sabes!

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