“Acomódense, descansen y me escriben cuando quieran para vernos. El profe los está esperando para contarles”. Esas fueron las palabras de Marcos cuando nos dejó en nuestro nuevo hogar bogotano en pleno barrio de la Candelaria. El profe es su padre, del que tanto nos había hablado y a quien desde que nos encontramos en Australia hace tres años, teníamos ganas de conocer. Él fue el verdadero responsable de contagiarle a Marcos “el síndrome del eterno viajero”. El que le puso una mochila en los hombros y recorrió con él muchos kilómetros. El que le “empujó a volar”.

En aquellos años, cruzar fronteras para un colombiano era asumir que el pasaporte llevaba incluidos otros estigmas que ralentizaban, aún más, el proceso. Pero eso nunca les impidió seguir viajando. “Nos hacían incluso cortes en los tirantes de la mochila intentando buscar lo que no había. Cada vez que pasábamos una aduana nos lo tomábamos con mucha paciencia y al final, siempre terminábamos entrando”.

Subimos las escaleras de la casa. Una de esas casas que son una auténtica pesadilla a la hora de limpiar. “Vengan que quiero que vean el museo y el zoo”. Máscaras, instrumentos, animales, vehículos, mapas y todo tipo de miniaturas traídas de cualquier parte del mundo, inundaban las estanterías de las habitaciones (encontramos hasta un penitente y un caganer en una esquina). Paredes inundadas de amor por los viajes y esculturas salidas de la cabeza y la imaginación de un profesor de historia (la otra pasión a la que dedica sus ratos libres). Por fin, se abre la puerta de su despacho y apoyado sobre una mesa, detrás de un enorme mapa físico, el profe nos está esperando. Nos ahorra el momento de tensión ante la típica pregunta de qué sabemos sobre Colombia y empieza “por el principio”. Aunque probablemente lo haya hecho miles de veces en su vida, lo explica todo con calma, en orden y sin atropellarse.

“Para entender este país, en lo primero que hay que fijarse es en su geografía. Justo al llegar a la frontera con Ecuador, los Andes se dividen en tres cordilleras. Así que tenemos tres bloques montañosos altos que cruzan el país en diagonal. Hacia este lado (señala con el dedo hacia Brasil) la selva amazónica, por el sur el desierto, por el norte el Caribe, al otro lado el océano Pacífico, por esta zona los Llanos (cerca de Venezuela)… Una enorme variedad de climas muy extremos que provocan formas de vida muy diferentes entre sí y que complican las comunicaciones, los desplazamientos por el interior del país, el sentimiento de unidad de los colombianos… Yo siempre digo que la violencia en Colombia empieza por su geografía, aunque algunos me tildan de determinista por ello…” Tuvimos aproximadamente una hora de clase en la que asumir definitivamente que con 5 semanas en Colombia, no tendríamos ni para empezar.

Bogotá… extrema Bogotá.

En este país la geografía manda, y Bogotá no es una excepción. Ubicada por encima de los 2.600 m.s.n.m. y con dos cerros por encima de los 3.000 m.s.n.m (Monserrate y Guadalupe). La fórmula de mascar coca no se lleva mucho por la zona, así que toca sumarse a la otra técnica para luchar contra el mal de altura: bajar las revoluciones. Por mucho que haya para ver, hay que tomárselo con calma. Los días en los que sale el sol, los aprovechamos para pasear por el concurrido barrio de La Candelaria (aunque en la siguiente foto salga vacío).

Entre casas de colores, graffitis, calles empedradas, universitarios con carpetas de fotocopias, puestos con “las auténticas obleas de Mick Jagger” y almuerzos caseros de sopa y plato combinado a 6.000 pesos (1,7€). Las sensaciones te embargan. “Un tinto” por aquí. Una arepa por allá. Caminando entre performances de la Carrera 7. Sorteando partidas de ajedrez improvisadas, vendedores de “vaya usted a saber qué” y policías con perros a juego. Relajando la tensión del recién llegado a golpe de “a la orden” para terminar la jornada en la Plaza del Chorro de Quevedo (que por las tardes se convierte en punto de encuentro y escenario improvisado de monologuistas y artistas).

No es la geografía lo único diverso que hay en Colombia. Solo hace falta un paseo por la Plaza de Mercado de Paloquemao para hacer evidente el histórico interés por esta tierra negra: maracuyás, granadillas, yucas, guayabas, guanábanos, aguacates, bananos, plátano, mamoncillos, papayuelas, mangos, maíz… Todo lo que alguna vez cayó al suelo, germina lleno de colores.

Los días nublados son para visitar el Museo del Oro y el de Botero (donde te enteras de que él pretendía representar el volumen, no pintar gordos) y calentar el estómago con una bandeja paisa o el guiso estrella de la ciudad: el ajiaco. Una sopa hecha a base de papas criollas, pollo, maíz, cilantro, cebolla y al que se le añaden alcaparras y crema al gusto del consumidor. Uno de los platos responsables del “¿por qué me tratas así Colombia?”.

Pasan los días y no te das cuenta de “lo peligrosa que es Bogotá”. No te acuerdas de la cantidad de precauciones que tenías que tener (lo normal en cualquier gran ciudad). No miras atrás cada diez metros. Has asumido que no debes sacar el móvil en lugares públicos, que no hay que “dar papaya” y que a partir de ciertas horas toca recogerse y ya lo haces de manera natural. Parece como si a medida que pasan los días, la ciudad fuera más tranquila.

Cuando vimos a Marcos por primera vez, queríamos conocer al aventurero que no le tenía miedo a los funcionarios de ninguna frontera. Entre otras anécdotas, nos contó que cuando empezó a hacer sus viajes, llamaba por teléfono a su padre una vez cada muchísimo tiempo. “Oía cómo la cabina se tragaba las monedas a toda velocidad. Me daba el tiempo justo para decirle que estaba bien y poco más. Mi padre solía decir “bueno, parece que aún respira””. Esta segunda vez, el aventurero quedó en un segundo plano. Queríamos conocer al padre que se sacrificó para tener un hijo libre.

Ya ni recordaba cuál era el concepto principal de este post ni de lo que se supone que iba a escribir realmente: los peligros de Bogotá. El miedo a lo desconocido, desaparece cuando le pones cara. Lo que ha quedado en mi memoria sobre esta ciudad sale de esa clase de historia improvisada sobre un mapa físico de Colombia y habla de el precio que hay que pagar cuando a un hijo le enseñas el mundo: que puede que él quiera hacer lo mismo y vuele. Lejos.

 

“Vuela hijo, vuela”.

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9 Comentarios

  1. Pingback: SUDAMÉRICA: 40 POSTS QUE AYUDAN PARA VIAJAR [2] | Viatges pel Món

  2. Excelente artículo! Bogotá es un destino fascinante en Colombia, además que la gente es muy amable y la comida es deliciosa. Existen muchas opciones culturales para recorrer como museos, teatros, restaurantes y plazas.

  3. Angelica Zambrano Responder

    Bogotá es hermosa, te faltó el Cerro de Monserrate 😉 en general Colombia tiene lugares fascinantes 😉

    • Gracias Angélica. Aunque no hablamos del cerro de Monserrate en el relato por motivos narrativos sí tuvimos la posiblidad de subir. La vista es espectacular y nos gustó tanto que lo incluimos en este otro post en el que escribimos sobre nuestros mejores momentos en Colombia https://algoquerecordar.com/america/colombia/momentazos-a-la-orden
      Aprovechando que estábamos en altura y que es maratoniano, mi padre un día se lió la manta a la cabeza y subió corriendo al cerro de Guadalupe. Cuando llegó arriba los policias se pensaban que estaba loco :p
      ¡Gracias por tu comentario!

    • ¡Me alegro!Espero que disfrutéis la ciudad tanto como nosotros. Tomaros un tinto con almojábanas por nosotros 🙂

  4. ¡Me ha encantado el relato!

    Tengo muchas ganas de volver a Latinoamérica, así que Colombia se ha colado un poco más entre los destinos a barajar. E incumpliré esa regla de que en los viajes ‘largos’ (para mí largo es entre 20 y 30 días) no quiero ver ciudades, para dedicar un poco de tiempo a Bogotá. ¡Y a ver esa primera foto que ya te preguntaré donde queda cuando vaya!

    un abrazo,

    Irene

    • Es cierto que en países con esas distancias tan grandes y con tanto que ver, hay casi que hacer un “poder” para invertir unos días en las ciudades. Sobre todo cuando el resto del año vives en una. Parece que el cuerpo te pide poder mirar hacia el horizonte sin que haya siempre un edificio delante. Entre ver el desierto de Tatacoa o Bogotá… voto por desierto, pero si puedes permitirte aunque sean dos días en la capital a mí nunca me sobran en ningún destino. Si lo hacemos nada más llegar me ayudan a descomprimirme un poco y si las dejamos para el final a ir digeriendo lo vivido.

      Por cierto, la foto es de uno de los muros de Candelaria, en la calle del Envudo 🙂 ¡Sudamérica te espera!

      ¡Gracias por el comentario y otro abrazo!

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